Hace ya muchos años, como veinte, una semilla cayó en la tierra. El agua le dio de beber y el sol le dio su calor. Nueve meses después, cuando el verano se miraba en el aire caliente de la tarde, nació una pequeña plantita que desplegó, con un leve llanto, su primera hoja.
Pasó el tiempo, pasaron los días, pasaron los años. Bebió de la lluvia y se alimentó de la tierra. Desarrolló su tronco, hundió sus raíces con fuerza en el suelo, estiró hacia el cielo sus ramas.
Mas un día, sin que los otros árboles lo percibieran inmediatamente interrumpió su normal crecimiento. Y desde allí comenzó a decaer, a encerrarse en su propio tronco. Sus hojas empalidecieron y sus ramas, de altas y erguidas, se doblaron hacia abajo, como abatidas. La savia se negaba a subir hasta la punta de los gajos más altos, y éstos cedieron. La resina, como lágrimas, comenzó a brotar de su corteza.
Cuando los dos árboles que habían creado la semilla, se dieron cuenta de que algo raro estaba pasando, que el arbolito no crecía y se doblaba, se preocuparon, y comenzaron a ocuparse del pequeño, que había dejado de crecer y se estaba marchitando. Consultaron a los otros árboles, de mayor experiencia, por tener más años que ellos, intercambiando ideas para tratar de entender qué sucedía, sin lograr encontrar la solución.
Un día decidieron llamar al agrónomo que cuidaba el bosque, para preguntarle si él podía encontrar las causas de lo que estaba pasándole al árbol pequeño. Éste, con una basta experiencia y un cariño extraordinario hacia los árboles, lo miró durante unos momentos y sentenció:
-- Hay una gran piedra, justo debajo de él, que impide que las raíces sigan desarrollándose, y puedan sostener el peso del tronco y del follaje. Lo que vamos a hacer es regarlo por los costados para humedecer el suelo colindante, y así sus raíces encuentran un nuevo camino hacia abajo, y de esa manera esquivará el obstáculo y podrá erguirse y florecer hasta el cielo, como es su destino.
Y dicho esto, echó manos a la obra y comenzó con el riego constante logrando de ese modo que la tierra se ablandara y que las raíces esquivaran la piedra, envolviéndola.
Desde ese día el pequeño árbol comenzó a crecer y crecer, la resina dejó de brotar, la savia llegó a todas sus ramas, que se estiraron, desperezándose. Le nacieron nuevos gajos, más gruesas, más fuertes. Se llenó de hojas, luego de flores, éstas se convirtieron en frutos y por último éstos cayeron a la buena tierra, transformados en nuevas semillas que generarían nuevos árboles.
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