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Contos-->La máscara -- 09/03/2002 - 11:28 (Oscar Alberto Vázquez) Siga o Autor Destaque este autor Envie Outros Textos
En el banco en el que trabajaba conocí a una compañera del sector contable, con la que un día decidimos casarnos.
Pasaron los años y llegué a los 74. Seguía siendo alto y pero mi físico delgado que tuviera se había redondeado con el paso de los años, marcándome desbordes del abdomen sobre el pantalón. Mi pelo, antes negro, hoy era de tiza. Mi vista nunca fue buena, y ahora aun peor me obligaba a utilizar gruesos lentes, tanto para leer como para manejar. Con el paso de los años me había convertido en un individuo retraído y desconfiado, en mi trabajo y en mi familia, y ahogaba los sentimientos por que pensaba que los demás consideraban débil a quien los demostrara, lo que hacía de mí un individuo sumamente duro. Esta actitud se había acrecentado hasta ser enfermiza, aunque yo lo disimulaba, con bastante éxito, según creía.
En ella, mi mujer, se denotaba la belleza de tiempos menos odiosos, pero hoy su pelo blanco era escaso, su cuerpo había declinado irremediablemente y era una mala copia del que tuviera cuando joven. Como es normal en las mujeres, era muy difícil calcular su edad, pero podrían estimarla en alrededor de 68 años. Al comienzo su carácter era jovial y divertido, pero los años pasados a mi lado, habían acabado con esto, y hoy se había convertido en una mujer hosca y casi siempre malhumorada.

Vivíamos en una casa de las afueras de la ciudad, en un barrio de los suburbios, un barrio de obreros y empleados, que se construyera con los fondos aportados por el Instituto Provincial de la Vivienda. Nos habíamos anotado cuando nos casamos. Fuimos haciendo los aportes hasta que nos dieron la posesión y a partir de allí, nos dieron treinta años para pagarla, cosa que terminamos hacía ya mucho tiempo atrás con mi sueldo de bancario, antes de jubilarme.
La casa, igual a las otras, lindaba sobre su costado derecho, donde estaba la cochera, con los dormitorios del vecino. Y nuestros dormitorios lindaban con la cochera del otro lado, por lo cual los ruidos de una casa rara vez se sentían en la otra.
En la cochera, un viejo auto descansaba casi todo el tiempo, pues no salíamos mucho salvo alguno que otro domingo, en que realizábamos un largo paseo por las sierras cercanas.

Llevábamos muchos años de casados. No habíamos tenido hijos con lo cual el segundo dormitorio había permanecido libre por mucho tiempo. Yo no tenía hermanos ni otros parientes, y mis padres hacía años que habían muerto. Ella solo tenía una hermana, más joven que ella, que desde que se casara se radicó en España, con la que no se escribían, y hoy habían pasado más de 10 años desde la última vez que se vieran.
Casi no teníamos amigos, con los cuales nos reuníamos muy poco, y con los vecinos apenas si nos saludábamos. Todos aquellos que nos conocían consideraban que éramos buena gente, pero aceptándonos las rarezas de las personas de edad y que, además, están solas.

Ya hacía muchos años que había tomado la decisión de trasladarme al dormitorio que hubiera sido para los hijos que nunca llegaron, y dormíamos en habitaciones separadas, aceptando ambos este hecho.
Yo, desde hacía un par de años atrás, acariciaba la idea de deshacerme de mi mujer. Pero para que ella no lo notara, había transformado mi rostro en una máscara, con una mueca que simulaba una sonrisa tonta. Solo en los ojos, vivaces y huidizos, podía percibirse una chispa de vida y locura. Pensaba que, si mi mujer me miraba fijo, a los ojos, podría descubrir mis planes, por lo que evitaba toda mirada directa.
Todo comenzó un día, en el que ambos mirábamos una película en televisión, justamente en donde el marido asesinaba a su esposa para heredar la fortuna de ella.
Nosotros éramos más bien pobres, pues la fortuna de mis padres se perdió en malos negocios, pero el argumento atrapó mi atención. Parecía la mejor forma de terminar con mi vida, abatida por la rutina y el aburrimiento.

Todas las noches, al acostarme, le daba vueltas a mi proyecto, imaginándolo paso a paso. Antes de dormirme, armaba cada uno de los momentos, como un rompecabezas.
Primero elegía el objeto con el cual llevar a cabo mi propósito. Elegí una gruesa barra de hierro, por ser lo más contundente que se me ocurrió, con la cual, mientras ella dormía, golpearía su cabeza hasta matarla. Colocaría un almohadón contra el respaldo de la cama, para evitar que se manchara con sangre.
Luego envolvería el cráneo destrozado con una bolsa de polietileno del supermercado, para que éste no goteara sobre el piso, mientras trasladaba el cuerpo al baño y lo introducía en la bañera.
Usaría guantes de goma para que no quedaran rastros de sangre en mis manos, y para no dejar huellas en todo aquello que tocara.
Después recogería las sábanas y la funda de la almohada y las echaría a la lavadora, con mucho jabón y blanqueador, para quitar todas las manchas que pudieran tener. Despedazaría la almohada y el almohadón y guardaría los pedazos en bolsas de residuo, que sacaría de a una a la calle, para que se las llevaran los recolectores de residuos, sin sospechar nada.
Volvería al baño y comenzaría a descuartizar el cuerpo con un gran cuchillo de carnicero, descoyuntando las articulaciones que unían brazos y piernas del resto del cuerpo, para separarlos del mismo. Lo mismo haría con la cabeza. Pondría cada parte en distintas bolsas de residuos para consorcio. Calculaba que este trabajo ocuparía toda esa noche.
Una vez terminada esta parte del plan, lavaría la bañera y todos los implementos que usara. Esperaría la nueva noche, y buscaría la pala que había comprado hacía ya un tiempo y que guardaba cuidadosamente en el armario de mi dormitorio, junto con la barra de hierro.
Subiría las bolsas con los restos, la pala y la barra, al baúl del viejo auto que teníamos y enfilaría hacia las sierras, a un lugar muy desolado que eligiera con anterioridad, un domingo, de esos escasos, en el que salíamos a dar una vuelta.
Ya en el sitio elegido, cavaría un par de pozos, de unos dos metros y medio de profundidad y uno y medio de ancho. En uno echaría la cabeza, lo taparía en parte con piedras y un poco de tierra, y encima pondría las piernas, con lo que pensaba despistar a cualquiera que cavara allí por casualidad, pues al encontrar la primera bolsa le sería muy difícil darse cuenta que más abajo había más restos. Lo mismo haría con las manos, arriba de las cuales pondría el torso. Esto se me ocurrió para evitar que encontraran las partes del cuerpo que permitieran la identificación. Desgarraría las bolsas para que el tiempo destruyera completamente las partes blandas
Rellenaría el pozo con más piedras y tierra, para que los animales salvajes y las aves de rapiña no pudieran sacar las bolsas, y por último completaría mi trabajo colocando pasto y pedruscos encima, para que fuera más difícil la posibilidad de un descubrimiento fortuito.
Acabado esto volvería a mi casa.
Si alguien preguntaba por mi esposa les diría que había viajado a España a visitar a su hermana, y que no sabía cuando volvería.
Pensando en todo esto me dormí satisfecho conmigo mismo, por el plan genial que había trazado, y que pensaba nunca despertaría sospechas.

No sabía cuanto tiempo había pasado durmiendo pero desperté con una extraña sensación. Abrí los ojos. Aun era de noche. Vi la pala apoyada en la pared pero no recordaba haberla dejado allí. Levanté un poco la cabeza y vi a mi mujer parada al costado de la cama que, con una mano colocaba el almohadón en el respaldo de la cama, y con la otra sostenía en alto la barra de hierro que yo guardaba en mi cajón. Aterrado la miré a la cara. Tan solo vi una máscara con una sonrisa tonta en ella. Solo los ojos eran vivaces, con un dejo de locura. Un grito trató de salir de mi garganta en el momento en que la barra bajaba, violentamente, sobre mi cabeza.
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