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Contos-->La esquina del sordomudo -- 09/03/2002 - 00:24 (Oscar Alberto Vázquez) Siga o Autor Destaque este autor Envie Outros Textos
Desde hacía ya varios años, todos los días pasaba por esa esquina en dirección al banco donde había comenzado a trabajar, luego de dejar la casa de comida rápida. Caminaba por la vereda angosta, evitando las baldosas sueltas que, los días de lluvia, ponían trampas de agua a mis pantalones, hasta llegar a la esquina que se formaba con la gran avenida. Antes de cruzar esperaba, con otros peatones, el guiño de aprobación del semáforo.
Sobre mi derecha abría sus puertas una farmacia, de antigua data en la ciudad, flanqueada por un kiosco de revistas de espaldas a la calle. Donde yo esperaba para cruzar se había instalado una gran casa de deportes, de nombre conocido. Al frente, cruzando la avenida, comenzaba la calle que fuera transformada en vereda peatonal. De un lado, una heladería, que en los últimos tiempos se encontraba por toda la ciudad. Del otro, había ahora una inmensa tienda, con tres pisos de electrodomésticos, donde antes funcionara un importante negocio de modas, que estaba allí desde mi infancia, hasta que terminó cerrando por problemas financieros.
Todo lo que se veía hacia ambos lados de la avenida eran edificios de antigua construcción y estilo europeo.
Luego de cruzar, habitualmente dirigía mis pasos a un negocio, donde compraba cigarrillos y alguna gaseosa. Después, por la peatonal, a unos metros de la esquina, llegaba hasta un kiosco de diarios y revistas, donde todos los días compraba el diario y conversaba unos minutos con el dueño, intercambiando opiniones sobre la situación económica, sobre temas políticos, y sobre los últimos partidos de fútbol jugados ese fin de semana.

Él me había atendido algunas veces, cuando el dueño salía a hacer el reparto de diarios por la zona. Todos lo conocíamos por el sobrenombre de Toto. Yo creía que era mudo porque, cuando le hablaba, respondía con sonidos guturales. Tenía su puesto de lustrabotas en la esquina, sobre la peatonal, y también, alguna que otra vez, le había dado lustre a mis zapatos. Cuando me lustraba, solía tocar la punta del zapato si pasaba alguna mujer hermosa y se reía, cómplice, compartiendo ese momento de picardía.
Aparentaba unos cincuenta o más años, producto de soles en su rostro, lluvias en su cuerpo y fríos en su alma. Era alto, un metro ochenta más o menos, delgado, más bien flaco, pelo cano, tez morena, manos fuertes y manchadas con betún por tantos años de lustrar zapatos ajenos.
Al principio fue muy difícil comunicarme con él, pero con el tiempo fui aprendiendo las diferencias entre un sonido gutural y otro, entre un gesto y otro, hasta que logré, con alguna pequeña dificultad, entender casi todo lo que quería decir o significar. Él no utilizaba el lenguaje de los mudos, sino una mezcla de señas y sonidos que él mismo había creado para tratar de hacerse entender.
Mi curiosidad por las historias interesantes, llevó a que tratara de conocer más profundamente sobre su vida, por lo que comenzamos a “conversar” con el nuevo lenguaje aprendido.
Supe de este modo que vivía en una pequeña pieza, sin baño propio, en una pensión barata, de las que abundaban por la zona de la Terminal de Ómnibus. Que no tenía familia, pues no se había casado ni juntado con ninguna mujer, que lo acompañara a esta altura de su vida, y sus padres hacía bastante tiempo que habían muerto. Solo tenía algunos amigos, como el quiosquero, y otros con los que solía ir los domingos a la cancha, a ver jugar al equipo del cual era fanático.

Un día le dije que, cuando saliera del Banco, lo invitaba a tomar algo para escuchar su historia personal, porque tenía interés en escribirla. Le pareció raro que tuviera interés por él y le expliqué que hacía mucho tiempo que escribía sobre personas que, para mí, eran un símbolo de la ciudad, con lo cual se tranquilizó y se enorgulleció que lo eligiera. Por supuesto que al salir del trabajo pasé por la esquina y nos fuimos a un bar cercano.
Preguntó si podía pedir un vaso de vino y un sándwich de milanesa a lo que le contesté que pidiera lo que deseara, pues yo lo invitaba, porque era yo el que iba a tener una deuda con él, por su historia, y no a la inversa.
Para mí pedí un café cortado, en jarrita. Cuando el mozo trajo el pedido le dije que dejara la botella de vino, y dispuse toda mi atención a escucharlo.

“Comenzó contándome que, al nacer, el cordón umbilical se enredó en su cuello, lo que provocó falta de irrigación a su cerebro durante unos instantes, mientras el obstetra, desesperadamente trataba de desenredarlo. Esta tarea le demandó cierto tiempo y, cuando lo logró, esa falta de sangre en el cerebro ya había dañado el centro de la audición.
Allí descubrí que en realidad él era sordo de nacimiento y no mudo como yo creía y, que por falta de recursos, pues sus padres eran gente muy humilde, no tuvo la oportunidad de concurrir a una escuela especial donde le hubieran dado una educación adecuada y quizás hubiera aprendido a hablar, pero ni siquiera cursó los estudios primarios. De todos modos no se quejaba de la vida que le había tocado vivir y, a su modo, era feliz. Por lo menos, eso es lo que él decía.

En la época en que la mayoría nos enamoramos perdidamente de aquella mujer especial, que nos llena el alma, él también se había enamorado de una vecina, a la que no sabía como abordar, y solo se contentaba con mirarla pasar, sin acercársele y, cuando ella lo miraba, bajaba la vista, pues no encontraba el modo de decirle que la amaba. Esta situación lo frustraba, le hacía odiar su incapacidad para oír y hablar, y se avergonzaba de su problema.
Un día la vio salir con otro muchacho del barrio, con el cual terminó casándose y desapareciendo de su vida para siempre.
En aquel tiempo comenzó a trabajar como lustrabotas, y decidió nunca más pensar en una mujer, salvo alguna que otra prostituta a las que pagaba, por lo que se convenció que, por ser sordomudo, las mujeres no se fijarían en él, y guardó profundamente aquel hermoso recuerdo de su juventud.”

Yo creí terminada la conversación, por lo que decidí cerrar el cuaderno donde tomaba apuntes y levantarme, pero él tomó mi brazo llamando mi atención sobre la media botella que aún quedaba, y que todavía tenía que contarme lo más importante, el final de la historia. Más curioso que antes, volví a sentarme y abrí nuevamente la libreta de notas. Continuó con su relato.

“Muchos años después, se acercó a su puesto de lustrabotas, un joven de unos 25 años, que le pidió lustre.
Mientras realizaba su trabajo el joven, por medio de señas y gestos que él creyó entender, tal como me lo explicaba a mí ahora, comenzó a decirle que su madre le había contado una historia y que él quería que la conociera. Ella le había dicho que, en su juventud, en el barrio en el que vivía, había un muchacho, sordomudo, al que miraba buscando la forma de acercarse, con la intención de conocerlo, pues ella estaba perdidamente enamorada de él, pero que éste, cada vez que trataba de contactarlo, bajaba la vista y la esquivaba, por lo que pensaba que no le interesaba.
Con los años conoció a otro joven, su padre, con el que se casó y se mudó a otro barrio. De él nunca más tuvo noticias, hasta que un día, hacía poco, había pasado por esa, su esquina, y lo había reconocido. Su padre había muerto hacía ya varios años y, por esto, su madre decidió contarle esta historia. Como hijo, se preocupaba por el estado de salud de ella, y como la vio tan entusiasmada por el reconocimiento, juntó el coraje necesario para llegarse hasta esa esquina y hablar con él. Le aclaró que lo que acababa de contarle no lo obligaba a nada, luego de lo cual, pagó la lustrada y desapareció, no sin antes dejarle la dirección de su madre, por si quería contactarla.”

Ahora sí, dio por terminada la conversación, tomando el último resto de vino del vaso, se levantó y se fue, sin aclararme si iría a verla o no.
Estuvo varias semanas ausente de su esquina, hasta que un día, cuando pasé por el quiosco, vi que había vuelto. Le pregunté qué había decidido, si iría a verla para recuperar aquellos años perdidos.
Me contestó que había tenido muchas noches en que el sueño no lo acompañó pensado qué hacer, hasta que resolvió que “al pasado hay que dejarlo en el pasado”, y nunca más me permitió hablar sobre el tema.
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