Habito algún lugar lleno de rincones. Cada esquina que tengo, a veces llena de cosas, a veces sin nada, me guarda entre avisos y silencios. No precisa que nadie entienda los caminos subterráneos, los bastidores de mis locuras habituales, entre los tropiezos domésticos y las selvas a devastar todos los días. No precisa, no. Por una razón : son míos.
Me pertenecen como a tí los tuyos, y tejemos nuestras redes y nuestros navíos poderosos, nuestros paracaídas y nuestras trincheras llenas de armas: y cuando miramos el pequeño espacio en que existimos no hay nada, era sólamente ilusión o sensación de peligro, correría, lucha y desafío. ¿Por qué?
Debe ser porque nuestros abuelos y sus poderes ancestrales nos enseñaron que tenemos un montón de obligaciones y entre ellas y lo que “hay que ser” no sobra mucho para inventar : tenemos que correr para hacer y conseguir, ganar y nunca perder, reír y no llorar, mostrar y vencer. Debe ser…
Pero entonces habito mis rincones. Son esquinas interminables que se encogen o se agrandan como lugares improbables, agujeros para otras dimensiones , donde existo en instantes sin barreras temporales, donde dejo mis partes o las agarro de vuelta según los gritos de dolor de mis entrañas maltratadas o las risas alegres de mi bobera existencial.
Porque todos precisamos de lugares para fugas indispensables, como balsas que se arriesgan a salvarnos entre tormentas y monstruos marinos a llevarnos como luz hasta la orilla de nuestras playas desiertas.
Tienes tus rincones seguramente creados desde chico, porque sin ellos no sobrevivirías a las estúpidas conjeturas del mundo normal.
Bueno; así es: si nos encontramos de verdad, será indispensable respetar esos lugares habitables por cada uno de nosotros, y nadie más. En los míos no podrás entrar, ni yo jamás intentaría entrar en los tuyos, porque sería invadir un laberinto de espejos de donde nunca más se sale entero, sería como robarnos mutuamente y destilar nuestra esencia cambiándola por insignificantes momentos banales que nos matarían como tanques de guerra.
Habito mis océanos, rincones, cavernas y planetas como tú los tuyos, y nuestro misterio de eternidad será la confianza arrebatadora que nos domina sin preguntas. Que nos asegura en nuestro pacto el derecho a la huida secreta para resguardarnos de nuestros crímenes uno con el otro, o con nosotros mismos, para poder encontrar el significado del dolor, del reír, de tanta lucha con un mundo que nos hiere a latigazos a todos, y por el que enfrentamos batallas inexplicadas. Entonces podremos resurgir y mirarnos de nuevo. Así sabré que mis secretos están a salvo y pueden morir tranquilos, y los tuyos, que nunca sabré, te pertenecen para siempre.
Habito estos túneles de mi misma para existir, y si un día te encuentro será del lado de afuera para que resguardes las entradas a tus cavernas y yo las mías, porque sé que sólo así será posible la pasión. ¿El amor? El amor no me importa. Porque el amor no tiene dueños ni estaciones, mucho menos secretos a resguardar. El amor es abierto como un espacio y atinge a cualquiera y nos domina a cualquier momento sin deseo y sin fuego. No agarra nombres ni recuerdos: el amor nos ata a las personas y después nos deja solos otra vez, y es inevitable.
Habitar nuestras cavernas solitarias no tiene nada que ver con amar. Habitar nuestros misterios es una necesidad insuperable como comer o dormir: es la única manera de sobrevivir. No se puede abrir sus puertas y festejar un cumpleaños dentro de ellos con los otros o con quién sea, porque entonces desaparecen sus corredores interminables y quedaríamos en suelo llano expuestos a lo explícito : eso se llama morir.
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