MUNDOS TAN DISTANTES
Marcelino Rodriguez
En un cibercafé de Argentina, yo, sin ninguna duda uno de los escritores menos
conocidos del mundo, me entero del destino de un compatriota, cuyo nombre no
revelo tanto por respeto como por elegancia. Él describe cómo utiliza los
recursos y las personas, cómo puede manejar la vida, que en gran medida lo hace
como le da la gana.
Nadie, a no ser por un milagro, va a ponerse en contacto conmigo.
. Mis contactos se
resumen a los internautas, entre los que están la medio brasileña Milena que
está en España, la ítalo-boliviana Mariela en Italia, la italiana Benedetta en
Estados Unidos, un tal Antonio venezolano que se encuentra en Francia y no
puede oír hablar de Hugo Chávez y, por último, un tal Mario que anda estudiando
portugués y que está en no sé qué país. Forman parte de un grupo literario al
que he entrado con el fin de intentar encontrar vida todavía culta en la
tierra. Aparte de ellos que son mis contactos más comunes, solo tengo trato con
las tres personas que viven en la casa donde me alojo: una señora a la que llamo
abuela, su marido, al que llamo papi, y un niño de ocho años. En el amplio patio
de la casa hay una jaula de pájaros, un papagayo, tres perras, dos palomas
blancas. En la casa anexa vive una mujer de unos cuarenta años que me despierta
el instinto y la curiosidad más elemental. No me pondría triste si la viese
desnuda.
Al contrario del escritor famoso no huyo del éxito, sino del fracaso. No huyo de
las personas, lo que pasa es que todavía no he podido hacer muchas cosas con
ellas. ¡Qué extraño destino es aquel que separa dos hombres que podrían
pertenecer al mismo movimiento y los pone en planos existenciales tan
distintos!
Tal vez haya una pizca de envidia saludable en estas palabras, o solamente
perplejidad. Lo que me une al escritor más afortunado es la fé. La suya es la
de los confiados, porque han vencido. La mía, la de los aventureros, porque
prácticamente ya no tienen nada que perder. (Las cosas siempre pueden tomar un
rumbo diferente, es mejor no descuidarse). Apenas cae el sol sobre el patio, la
vecina de al lado enciende la radio, la abuela prepara el mate y me sonríe, las
palomas vuelan y termino mi crónica con la impresión de haber cumplido el
deber.
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