Bajé del avión con una sensación de ansiedad, felicidad y expectativa. Allí estaba el suelo de mi ciudad natal en que nací y me crié, todas las veces que llego a Río, por pequeño que sea el lapso de tiempo de mi vuelta esa impresión de ansiedad me acompaña. Y la ansiedad de llegar hasta el mar que acompañó mi infancia y mi adolescencia. La suave arena en la cual acostumbraba permanecer y hundirme y el mar que cubría con una vibración agradable mi cuerpo. Muchas playas yo frecuentara durante mi vida, pero con el mar de Copacabana e Ipanema siempre hubo una identidad química que yo sentía aunque no pudiese explicar totalmente.
Al final había sido bautizada en sus aguas y era mi gran confidente desde la infancia. Alegre o triste, victoriosa o perdedora, soñando o despierta era allí que me resarcía de todas las percepciones. Y me perdía en la inmensidad de su poder fantástico.
Haciendo esas reflexiones, me encaminé para el local del aeropuerto en que mi hermana y mi cuñado me esperaban y otra emoción me dominaba, mientras pensaba como era bueno encontrar y abrazar personas tan queridas. Una humedad en los ojos denunciaba que yo estaba extremamente sensible, pero me sentía feliz.
El primer mes de 2005 transcurría en aquel mismo instante y la verdad no sabíamos lo que nos esperaba en esa fase, en que sentimos de mal grado tantos macabros acontecimientos al final del año pasado, expectativas intensas. En aquel momento yo quería solo abrazar muy tiernamente mi ciudad, amigos, parientes y todo lo que constituyera un día en mi vida.
Cuantas cosas a decir y oír en el trayecto hasta Copacabana, cuanta emoción desvariada y la presencia de las reminiscencias que en aquel momento se tornaban reales y palpables, mientras yo recorría historias conocidas como si mi cabeza se hubiera convertido en una inmensa pantalla de una película demasiado repetida pero siempre muy y fascinantemente conmovedora.
No veo nada más. Cierro los ojos y me dejo llevar por distintos diálogos, que inyectaron mi vida de luz, otros que me enseñaron el verdadero sentido de una caminata y más veces el madurar lento interior que me hizo comprender tantas verdades.
Abro los ojos y contemplo el cielo azul, las suaves nubes blancas y en el medio puedo "sentir" las calles ruidosas, tiendas seductoras, y mis pasos brincantes consiguiendo alcanzar ahora con extrema facilidad la dirección planeada.
Nada más es igual, el tormento de la violencia vuelve mis paisanos menos alegres y más vulnerables y no puedo como en los tempos de niña, hablar con todos, pobres o ricos, que están transitando en las veredas. Siento un amor inmenso que recorre mi ser entero por el lugar que me acogió cuando nací, el oxígeno entrando en mis pulmones y la respiración normalizándose muy pero muy despacio..
Ahora ya no lloro por el aire que inunda mi respiración, sino por la sensación de ternura cuando veo unas calles conocidas y que tantas veces me llevaron, el tumulto con el cual conviviera toda mi vida, el calor, luminosidad y el sol me abrasar. No importa lo que haya sucedido con mi tierra natal. En ese momento vivo de ese amor que me recuerda cuanto precisé caminar para comprender el valor inconmensurable de mis raíces. Ellas jamás serán expulsadas y dominarán el verdadero sentido de haber nacido, crecido y vuelto a ser niña todas las veces que la pantalla repase la película que jamás olvidaré.
Vània Moreira Diniz,
es escritora, poeta, humanista y pesquisadora
18 de enero de 2005.
