AMANECER
Durante toda la noche, sueños y pesadillas navegaron por el alma perturbada de Anselmo. Soñó con su madre: ella estaba tan viva como nunca, preparaba un almuerzo para muchas personas, peleaba con el perro, que insistía en oler, de la puerta de la cocina, lo que se estaba cocinando, rezongaba y conversaba al mismo tiempo. Claro, eso era posible sólo en sueños, pues su madre ya estaba muerta.
Con Verónica el sueño fue diferente, sensual, cargado de tensión y emoción. Verónica era su prima hermana y, desde que eran pequeños, una atracción mutua y casi irresistible les envolvía y les perturbaba profundamente. Por supuesto, Verónica nunca le había entregado el tesoro anhelado. A veces, como si se descuidara, le dejaba robar un beso, ensayar un cariño un poco más osado. Pero no pasaba de eso. En una noche, cerca de fin de año, se encontraron, por pura casualidad, en una calle oscura y desierta. Anselmo intentó avanzar, ultrapasar todos las señales rojas, todas las barreras y servirse del cuerpo dorado de Verónica. Ella fue firme y ruda. Negó todo, hasta el más inofensivo de los besos. Después se alejó rápidamente. Anselmo podía jurar que ella se marchó llorando.
El sueño, con la prima Verónica, comenzó justamente en aquella callecita oscura y desierta. En aquel mundo, donde todo es posible, ella tuvo otro comportamiento: se entregó por entero y no negó nada. Los dos naufragaron en el más loco placer.
Una pesadilla electrizante substituyó los dos sueños anteriores: el mar, negro y encrespado, amenazaba tragarse la playa, las casas, los cerros, la gente. Todos corrían desesperados y miraban asustados para el mar furioso. Anselmo, repentinamente solo, perdido entre la multitud que corría, también miraba para el mar y se asustaba. De repente, el mar aumentó exageradamente de tamaño y las olas se transformaron en bestias salvajes, caballos, dinosaurios o dragones, bestias horribles que crecían y se acercaban velozmente. Anselmo, solitario y perdido en la playa, percibió que era imposible huir. Entonces se subió al techo de quiosco y esperó el desenlace de tanta locura.
Despertó empapado. El sudor corría por su cuerpo y mojaba todo: sábanas, almohadas, colchón.
Deseó intensamente encontrar su madre, revolviendo algún mueble, barriendo la vereda o preparando un delicioso desayuno. Pero su madre estaba muerta y él ya no vivía ni en la casa de su infancia ni en su ciudad natal.
No apareció su madre ni su prima. Verónica se había casado y emigrado a España. Ya no le escribía y, quizás, ya ni se acordaba de él y de su cariño por ella.
Se levantó, pasó por la cocina, encendió la máquina de café, fue hasta el baño y se metió debajo de la ducha. Hacía calor, a pesar de que apenas había amanecido.
Después de cuidar de su higiene con esmero, se vistió y se sirvió un café puro, bien fuerte. Caminó hasta la sala, salió al balcón y vio lo que sobró de su sueño: un mar encrespado, nubes negras y pesadas y un olor extraño en el aire, que parecía anunciar una tragedia inminente.
Un temblor incontrolable recorrió su cuerpo.
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